Martí Peran, C’est ta chambre pourtant(1), 2010
Estas notas están dedicadas a la serie de fotografías Interiores y a los trabajos videográficos reunidos en la instalación En la sombra. Ambos conjuntos suman más de una veintena de trabajos que merodean sobre las mismas cuestiones y que definen el verdadero arranque en la trayectoria de Anna Malagrida.
La serie Interiores (2000-2001) se compone de dieciséis fotografías divididas a su vez en dos subseries; la primera recoge una pequeña colección de retratos de personajes reales, con nombre propio, todos cercanos a la autora, y realizados mediante una espontaneidad compleja, utilizando pocos recursos pero meditando la puesta en escena. El segundo grupo de fotografías reproduce, desde una visión exterior, distintos ventanales de un edificio racionalista cercano a la estación parisina de Montparnasse. La intromisión en el espacio privado que denota la serie de retratos, se complementa así con una visión distanciada y desde el exterior.
La instalación En la sombra (2005-2006) reúne cinco videos de corta duración que, de algún modo, ensamblan las dos puntos de vista puestos en juego en la serie Interiores. De un lado, los personajes y los objetos se disponen a nuestro alcance con una cercanía que permite reconocerlos todavía; pero ya no compartimos estancia con ellos sino que, como ocurría en la serie de fotos exteriores, sus leves acciones se divisan tras el marco de unas ventanas que nos escinden de ellas. La proximidad ambiental entre los callados universos de la serie Interiores y la severidad narrativa de las escenas En la sombra es tan absoluta que, de algún modo, parece que ahora a penas asistimos a una inyección de tiempo dilatado sobre las fotografías anteriores.
En efecto, ya sea frente a la imagen detenida o de movimiento leve, todos los trabajos parecen percutir sobre los mismos argumentos hasta hilvanar una única narrativa. Los enclaves de este relato único son cuantiosos; unos afectan a la atmosfera de la narración (el aislamiento psicológico, la repetición, la teatralidad, la intimidad, la densidad temporal,…) y otros son de orden linguístico (la obsesión por el marco, el rigor compositivo, la luz tenebrista, el pictoralismo,…). Esta insistente coherencia entre ambos grupos de trabajos, es lo que va a permitirnos ensayar una lectura común que permita coser todos esos hilos en una misma trama. Para ello proponemos una pequeña deriva con dos estaciones y un epílogo. El punto de partida ha de conducirnos desde la idea de ciudad hasta las habitaciones, cual trayecto al modo de zoom que nos adentra en lo privado. El segundo episodio será el análisis de esta misma privacidad hasta reconocerla, paradójicamente, como anónima. Este fallido acercamiento a los genuinos mundos de vida es lo que, al fin, habrá de convertir todas las imágenes en lo que son: construcciones sobre una superficies o pantalla que confirman nuestra radical exterioridad.
1.
Antes que unos retratos particulares, todas las imágenes de ambos conjuntos componen, en primer lugar, un retrato de la ciudad. Naturalmente, no se trata de paisajes urbanos convencionales, ni de ejercicios tradicionales de fotografía de arquitectura. Sin embargo, el telón de fondo que sustenta a todas las secuencias –como pone en evidencia el mismo rumor callejero que comparten todos los videos de En la sombra – es inequívocamente la ciudad. Incluso los espacios interiores están siempre perforados por ventanas, puertas o monitores que remiten a un exterior poblado y ruidoso. La ciudad aparece siempre como el más allá del marco y de imposible delimitación. Es así como adviene aplastante la evidencia de que se trata de fotografías en la ciudad, cual amalgama en la que es inútil intentar discernir ninguna diferencia entre los edificios y sus ocupantes.
La ciudad moderna que reproduce Anna Malagrida – más allá del modelo parisino – aparece en todas las imágenes como una distopía, como un lugar donde las expectativas iniciales sufrieron un irrevocable revés. El argumento es inequívoco: esa ciudad moderna que debía ofrecer soluciones universales y democráticas para el buen vivir, terminó por convertirse en un enjambre. Lo que se ha torcido es el fundamento mismo del orden. En efecto, el modernismo, como cualquier otro programa con pretensiones categóricas, « es deprimente porque no deja lugar para el azar, la diferencia y lo diverso; todo está puesto en orden y el orden reina. Detrás de cada utopía hay siempre un gran diseño taxonómico: un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar » (2) . Pero esta rigurosa colocación de todo es precisamente lo que aparece presto a derrumbarse en las imágenes que nos ocupan. Todavía impera una quietud aplastante, pero es una detención muchas veces in-quieta y ambigua; los personajes (absortos en la lejanía o a punto de partir) están todos en otro lugar, como certificando lo inapropiado de su ubicación.
Esta imagen dislocada del modernismo y de la ciudad atraviesa todas las fotografías y videos en, al menos, tres registros distintos : mostrando una ciudad que convirtió las máquinas de habitar en una mera solución para una mala gestión de la densidad demográfica; penetrando en los espacios interiores para constatar su silenciosa conversión en simples cajas donde quedan atrapadas historias minúsculas y no reproducciones infinitas del bienestar y, por fin, certificando que nunca se produjo esa prometida fiesta fenomenológica según la cual, en el interior de esas habitaciones, por fin la vida se convertiría en el feliz acoplamiento entre el sujeto y el mundo de las cosas (3) . Ninguna de esas previsiones funcionó y, en su lugar, asistimos a un recorrido por distintas escenas de « todos los días que se refieren a días que jamás llegarán »(4).
La elección del edificio de Jean Dubisson en Montparnasse para realizar las fotografías exteriores es absolutamente paradigmática. La composición neoplástica de la fachada convierte la retícula de ventanas en un modelo preciso de ese orden moderno que debía organizar la vida del bienestar. Pero esa ideal tipología arquitectónica ha acabado por convertirse en la célula para el vulgar urbanismo periférico de las ciudades contemporáneas. Su aplicación homogénea y reiterada hasta la saciedad ha generado una ciudad atravesada por una enorme densidad demográfica que, en demasiadas ocasiones, ha acelerado la marginalidad social y la conflictividad. La reciente insurrección de las banlieus es buena prueba de ello y aunque las fotografías de Anna Malagrida no remitan de forma explícita a esta realidad social, aparece al menos como un susurro inequívoco.
La aproximación que propone Anna Malagrida sobre estos edificios modernos, hurgando en su interior y proponiéndonos compartir con ella la posición de modesto voyeur, no es más que otra consecuencia de la distopía moderna. Las fachadas transparentes, según el programa racionalista y funcional, tenían por objeto corregir la opacidad de la arquitectura decimonónica que concebía la casa como un refugio frente a las anomalías exteriores, substituyendo ese repliegue en un re-encuentro entre el interior y el exterior mediado por el cristal. La casa moderna, superando su función de retiro, se convertía así en « una caja en la que se abren puertas y ventanas » (5) para apaciguar la relación entre la vida privada y la vida social, entre el hombre y la exterioridad, entre un adentro visible y un exterior que lo complementa. Sin embargo, ese ideal de transparencia (la Glaskultur) acabó por pervertirse de inmediato, ya fuera utilizando la visibilidad del interior como pretexto para utilizar los ventanales al modo de gran escaparate para publicitar un estilo de vida determinado, una feliz doméstica acomodada a un paradigma de clase; o, por el contrario, favoreciendo que esa misma transparencia derivara en mero exhibicionismo desde el interior o en voyeurismo desde el exterior. Sin embargo, las imágenes que nos ofrece Anna Malagrida, a pesar de su apariencia, en realidad no son una simple ilustración de esa posible práctica detectivesca. Sin duda alguna están imbuidas de un espíritu de supuesto espionaje, pero lo más efectivo que rebelan, el secreto que ponen en verdad al descubierto, es que a penas hay nada por ver. Es así como operan como una eficaz crítica a las suposiciones del programa de la arquitectura moderna, no tanto al evidenciar que podíamos caer en la tentación de la mirada indiscreta, como en la conclusión de que en los interiores no se consumó ese buen vivir prometido.
En efecto, los interiores debían acoger y abrigar el sueño del bienestar moderno, capaz de reproducirse de una forma infinita como una suerte de pragmática mecanicista del ideario. Era en los interiores donde la arquitectura moderna, publicitada tras el cristal, se convertía en el auténtico instrumento para el gobierno de la vida mediante la determinación espacial de un régimen de prácticas. De nuevo la premisa por la cual hay un lugar para cada cosa y cada cosa debe permanecer en su lugar. En la retórica moderna, este orden cristalino se tradujo en la descripción de una ideal pastoral urbana: la casa ya no sería el lugar donde protegerse del mundo, sino el territorio mismo donde fundar un mundo nuevo que se extendería desde el interior hacia el exterior común. Esta feliz conclusión es precisamente lo que retratan las imágenes de Anna Malagrida, pero revertido ahora como algo ausente o desaparecido. Las escenas privadas que quedan a nuestro alcance no parecen exhibir esas expectativas; ya no casas en las que se celebra un arraigo y una cordial comunión con el mundo de los objetos sino, por el contrario, habitaciones teñidas de un aire beckettiano, sin escenografías capaces de revelar una biografía particular y con personajes prestos a partir en cualquier momento, embelesados y enajenados hacía otro lugar que desconocemos y que solo discurre por su cabeza, en los monitores televisivos o en las pantallas del ordenador.
2.
Esa sugerencia que señala con insistencia hacia otro lugar (C’est ta chambre pourtant / Puisque c’est d’où tu pars), ese juego constante entre el interior y el exterior, ese acento en las miradas alejadas, parecen dar a entender que lo que persiguen las imágenes es recrearse en un movimiento pendular hasta acentuar esta misma ambivalencia, hasta poner en evidencia que no hay posibilidad alguna de permanecer y sobrevivir en la cueva sin, al mismo tiempo, salir de ella, aunque sea de forma esporádica y para proveerse de lo necesario para poder continuar encerrados(6). Este pudiera ser perfectamente el anuncio que esconden cada uno de esos livianos gestos de los personajes, dubitativos y casi miedosos frente a la inevitable y cercana obligación de visitar el afuera peligroso. Pero no nos parece que sea este paradójico equilibrio lo que verdaderamente se pone ahora en juego. Sin desmentir lo anterior, lo que se impone frente a estos interiores es la necesidad de repensar lo privado más allá de lo esencialmente propio y, quizás, más cercano a la intimidad como provocación.
Los excesos del individualismo moderno, a pesar de propiciar su radical banalización que ha convertido lo privado en un vulgar espectáculo para medios masivos, continúan alimentando la falsa convicción de que la vida privada ha de ser conservada y preservada en tanto que se identifica con el ámbito de lo esencial, donde se fundamenta la identidad última y donde se organiza nuestra subjetividad para encarar la experiencia plena. En esta ecuación ilusoria, el espacio comunal se acaba reduciendo al lugar donde se han de dirimir las diferencias entre nuestro perfil construido en la privacidad y el resto de singularidades más o menos sospechosas. Sin embargo, una elemental reconstrucción de la auténtica genealogía de lo privado nos remonta hasta una interpretación bien distinta. Solo es necesario realizar ese operación de la mano de Hannah Arendt para percatarse de que esa fascinación moderna por el individualismo conlleva también un olvido fatal de la privación que subyace en lo privado. En efecto, » vivir una vida privada por completo significa por encima de todo estar privado de cosas esenciales a una verdadera vida humana (…), estar privado de realizar algo más permanente que la propia vida (…);hasta donde concierne a los otros, el hombre privado no aparece y, por lo tanto, es como si no existiera »(7) .
En la medida que la sociabilidad se funda en el lenguaje y que, en el mejor de los casos, la intimidad estaría ligada al arte de contar la vida, los interiores privados que se disponen a nuestro alcance en los trabajos de Anna Malagrida, no parecen sino reproducir esa privacidad atravesada por la cancelación del habla, dañada por la privación del otro y, al fin, reducida a una soledad frente a la cual ya no importa nada si responde a una circunstancia o devino una condición. Hasta tal extremo asistimos a escenas de incomunicabilidad que los retratos casi han de interpretarse como imágenes de muerte: certificados sobre la vivencia de que no importamos a aquellos que nos importan. El video « Marta », o las fotografias de « Javier y Anna », de « Gino y de Juergen », en la medida que nos brindan los nombres propios de los personajes reales, nos expulsan hacia la cautela de no entrometernos en su privacidad, pero aún en nuestra huida de la escena es imposible dejar de constatar la carga de esos violentos silencios. En otras ocasiones, todavía más explícitas en relación a esta incomunicabilidad, el otro queda reducido a un fugaz haz de luz que se asoma tras las puertas (« Alexis »), cuando no se mantiene en la insalvable distancia impuesta por las pantallas ( « Monica », « Rosmy ») o los ventanales (« Julia »).
La dramaturgia del silencio que exhiben todos estos trabajos está cuidadosamente elaborada. En absoluto se trata de escenas de silencio puro, elegido como una metodología para acelerar el acceso a algo fundamental, cual silencio ascético en el que la renuncia al habla garantiza la revelación de una verdad. Por el contrario, todas estas escenas componen una voluptuosa coreografía de « silencios imperfectos » (8) , de silencios elocuentes y poblados del ruido ocasionado por su propia literalidad. Esta es la auténtica dimensión de la incomunicabilidad, de la ausencia de otro y de la privación que afecta a estos retratos privados: su absoluta presencia sin fondo; como cuerpos que componen los sintagmas de un lenguaje estridente que no anuncia nada, cuerpos callados y ensimismados, cuerpos que parecían tan cercanos y que, en esa misma distancia, se nos alejan irreversiblemente: ¿acaso no « es la distancia que nos acerca la misma que nos separa »?(9).
Esta aproximación a una privacidad dañada por la privación, condenando a las figuras a la exhibición de su literalidad e incomunicabilidad, convierte a toda esta serie de trabajos, en ultima instancia, en un pequeño ensayo sobre la intimidad. Parece un giro liviano, pero es muy significativo. De haberse decantado por la reconstrucción precisa de un fondo que se mantiene a resguardo, que no puede revelarse en público y que, solo ahora, ha sido violado por una mirada indiscreta, entonces el relato se detendría en esa definición de lo privado como resistencia o como carencia de lo público y común; pero en las imágenes no se exhibe ninguna información privada especialmente pertinente, los escenarios que se reproducen casi podrían intercambiarse entre los personajes sin que eso afectara sustancialmente el resultado. No se trata pues de una mera lamentación respecto de las secuelas que conlleva un erróneo elogio de lo privado en tanto que repliegue ensimismado, amputándonos del otro pero, a fin de cuentas, conservando nuestra singularidad invulnerable. Ya no existe esa posibilidad y, sin duda, la serie de trabajos de Ana Malagrida corrige esa ilusoria idea de identificar lo privado como lo esencial para voltearlo ahora hasta convertirlo en lo privativo y silenciado, pero en las imágenes planea otra cuestión de fondo más compleja todavía : la experimentación misma de la intimidad como un tiempo que esta todavía y permanentemente por hacer.
La intimidad, a diferencia de lo privado que se define como desaparición frente al otro, adviene por la dirección contraria, como consecuencia de la oportunidad de tomar consciencia de que « lo propio del hombre es que se tiene a sí mismo » (10) . Si lo privado padece una pulsión que resta, lo intimo conlleva una suma sobre uno mismo. Pero ese tenerse y sentirse a sí mismo no consiste en un conocimiento preciso y elaborado de nuestra propia identidad sino, por el contrario, en constatar nuestra inadecuación permanente con ella. Lo intimo es esa autoconsciencia en relación a lo que esta por hacer, a lo que todavía no somos ni hemos experimentado. La intimidad es esa suerte de energía y provocación para conducirnos siempre hacia otro lugar, alimentada en la constante falta de coincidencia con nosotros mismos. La intimidad, de nuevo, es nuestra habitación en la misma medida que es de donde partimos. La intimidad es pues, ya no el lugar de nuestra identidad, sino donde esta se reconoce siempre anónima y por hacer.
Pudiera ser, en consecuencia con esta argumentación, que las imágenes de los interiores de Anna Malagrida, al representar no lo que acontece (nada) sino aquello latente y por venir, deban, en efecto, interpretarse como representaciones veladas, como pequeños relatos que exhiben lo que todavía permanece inaccesible. Esta clave de lectura se redobla si acordamos que, a pesar de la quietud imperante en todas las escenas, de algún modo, las fotografías no dejan de reproducir un instante decisivo. Probablemente sería excesivo reconocer en las imágenes la elección de un momento y una acción que operaran como nudo de un inmediato desenlace (la canónica peripateia que resume la historia en cuestión), pero eso no priva que podamos reconocer en las fotografías la representación de ese momento intimo y, por consiguiente, secretamente agitado. El momento dilatado que presagia la partida. Quizás el momento inmediatamente anterior al vacío de « La silla ».
* * *
La interpretación que hemos propuesto de estos trabajos de Ana Malagrida gira en su totalidad alrededor del imposible acceso a las imágenes. A pesar de tratarse de espacios interiores, ni la transparencia de su arquitectura que supuestamente haría accesibles sus bondades, ni los leves acontecimientos que (no) se producen, nos permiten una cercanía con la que hacernos partícipes del relato. Todo sucede al otro lado, tal y como se encarga de recordarnos insistentemente la presencia de marcos (ya sean ventanas en distintos planos o pantallas por doquier) que operan como limites, cerrando la instantánea e instalándonos en una exterioridad en la que ya nada existe de la imagen. Nosotros no estamos ahí. Con la radicalidad de este gesto, Anna Malagrida desmiente a la propia tradición fotográfica – capaz de gestionar los ideales de objetividad con inmediatez y fiabilidad – y se arropa en la tradición de la pintura, donde las imágenes mantienen su absoluta autonomía. La imagen pictórica, en efecto, a pesar de que se resuelva con veleidades naturalistas, se impone siempre como una construcción y como un artificio. En esta ocasión, las citas y las estrategias pictóricas son evidentes (el tenebrismo barroco, los interiores holandeses, el realismo de Edward Hopper,…) y siempre actúan como recurso con el que cuestionar la naturaleza fotográfica de la imagen e imponer un distancia insalvable. La conclusión parece inapelable : no hemos asistido a la real revelación de secretos domésticos tras un cortina descubierta; solo hemos tenido la oportunidad de visionar la imagen de la nada como potencia y perfectamente puesta en escena.
(1) « C’est ta chambre pourtant / Puisque c’est d’où tu pars ». Louis Aragon. Habitaciones. Poema del tiempo que no pasa. (1969). Hiperión. Madrid,2009. p. 45.
(2) Georges Perec. Pensar/ Clasificar. Gedisa. Barcelona, 2008. p. 163.
(3) Aunque las fuentes deberían ser más escrupulosas, este otro sueño también puede ilustrarse con Perec y sus personajes Jérôme y Sylvie con su obsesiva colección de exquisiteces( Las cosas. Anagrama. Barcelona,2001.)
(4) Elias Canetti. Apuntes I. DeBolsillo. Barcelona,2008. p. 308.
(5) Le Corbusier. El espíritu nuevo en arquitectura. En defensa de la arquitectura. Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos. Murcia.2003. p. 26
(6) La idea procede de Hans Blumenberg. Salidas de la caverna. Antonio Machado. Madrid,2004.
(7) Hannah Arendt. La Condición Humana. Paidós. Barcelona,1998. p. 67
(8) De acuerdo a la noción propuesta por Ugo Volli (Apologia del silenzio imperfetto. Feltrinelli.Milán, 1991.)
(9) Reproducimos aquí el título de uno de los videos que componen la instalación En la sombra.
(10) José Luis Pardo. La intimidad. Pre-Textos. Valencia, 2004. p. 37